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VARIACIONES sobre un mismo TEMA

VARIACIONES sobre un mismo TEMA
Era indudable el desasosiego que M. De C. Susqueda, aposentado en la mera silla alojada bajo el mondo escritorio, mostraba al aproximarse el momento de entregar el encargo en el cual estaba trabajando, y que ahora se veía inhabilitado circunstancialmente para ultimarlo por uno de esos momentos en blanco que aparecen, a veces, en la vida de una persona y en coyunturas de cardinal importancia. 

La zozobra que le hostigaba se transmutaba progresivamente en un estado de inanidad que le impelía trasladar la más mínima producción intelectual, a través del teclado del aparato informático, a los núcleos del mismo que, finalmente, decidió cerrar con poca delicadeza (y de la que requieren mucha) estos artilugios de las llamadas NT. 

De C. Susqueda se elevó y se condujo hasta la puerta de su estudio, tomando la dirección del salón en la que, muy cercana a la metálica escala que comunicaba con el piso superior, se enseñoreaba una heladera. En aquel estricto instante, una femenina voz pero que resonaba con atributos andrógenos, probablemente por una mezcolanza entre su desmesurada afición al tabaco y por los efectos de Morfeo, inquirió a M. preguntándole por la hora. A éste, ensimismado en sus cálculos acerca del fatal paso del tiempo, le pareció un grito gutural que le ahondó en sus entrañas como afilada saeta. Contestó a la fémina, no obstante.
M. De C. Susqueda llegó al frigorífico, lo abrió y situado frente a el, hizo cábalas acerca de lo que le sentaría mejor a su desazonado cuerpo y a su fatigado cerebro...


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En una inadecuada esquina del salón, en un lugar esquivo y sin ventilación aparente, se ubicaba la tosca y desordenada mesa de trabajo sin lámpara. Paúl, sentado en una inhabitual silla de comedor, comenzó a sentirse intranquilo. Se acercaba la fecha en la que debía entregar el manuscrito a la editorial, y la redacción de la obra se encallaba por momentos. El síndrome de la pantalla blanca, versión moderna del clásico pánico al folio en blanco, había hecho su temida aparición. Frente a su "personal computer", su mente no acertaba a elaborar diálogos, a recrear personajes, en fin, a escribir... Apelando -y abusando...- a lo que se ha dado en llamar, "lugares comunes", las musas lo habían abandonado. Llevado por el estado de ansiedad que le provocaba la situación, decidió cerrar su ordenador personal y dirigirse a un rincón de la casa, muy cerca de la escalera que daba acceso a la zona de noche, donde aguardaba el frigorífico sobre cuya encimera descansaba el sombrero de ala ancha del escritor. En aquel momento, desde el dormitorio de arriba, la voz somnolienta de una mujer preguntándole la hora le golpeó en la sien. Paúl le contestó de mala gana: no en vano le recordó aún más el paso inexorable del tiempo... Abrió la nevera y, frente a ella, observó detenidamente el sombrero mientras pensaba que iba a tomar... Finalmente, no encontró lo que andaba buscando... 

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El amigo Neodimio Annos era un escritorcillo de baja estofa. En perfecta sintonía con eso, su mesa de trabajo era una auténtica mierda. Eso sí, destacaba su flamante -aún comprado de segunda mano- PC portátil que, por cierto, tenía muy pocas trazas para utilizarlo. En lo que sí destacaba era en el manejo del buscador "Google" (no hace falta que les diga el porqué...). Su vestimenta, en concordancia con todo lo expuesto, era más rancia que el jabón de morcas y sosa: sobre la camisa, solo decir que del que la heredó, hacía tiempo que criaba malvas, y que los pantalones se asemejaban a "pepito va de corto", y que decir del mugriento sombrero de reminiscencias detectivescas! lo apartó en un velatorio donde lo dejaron olvidado...
Estaba escribiendo "Si te vas, cómprate un tapón", un encargo de una editorial de marchamo New Age, dirigida a los hombres que cambian a sus mujeres maduras, por otras más jóvenes. Un "clásico", vamos! 

Comenzó a rascarse el sobaquillo. Siempre lo hacía en momentos de nerviosismo. Y ahora estaba en uno de ellos, ya que su ahumado cerebro se negaba a ser exprimido por ahora. Se levantó de la silla, comprada en un mercadillo de género apartado, y se enfiló directo a la nevera que le regaló su suegra en un momento de debilidad. En esas, una quebrada voz cazallesca le gritó para que le aportara un dato: la hora en ese momento. A Neodimio, se le cayeron los cojones al suelo, enfrascado en la idea fijada en la entrega del trabajo no se sabe cuando... Abrió la nevera, cogió unas cervezas de lata y se dispuso a echarse al coleto "alimento" para su esponjoso cerebro...

ã José Luís B.A.

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