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DE CÓMO SER UN BUEN CORTESANO, PASANDO POR LOS MANUALES DE BUENAS MANERAS, HASTA LAS REVISTAS FEMENINAS. ( II )

Continuamos con la temática del capítulo anterior, es decir, analizando  los  manuales de comportamiento; el código de la civilidad: éste, pretende enmendar a la naturaleza, apartar al hombre de su animalidad  para aproximarle a lo humano.  Se busca educar a la humanidad en sus conductas públicas. Con tal finalidad se pide decoro y compostura, disposiciones que manifiestan “respeto y excelencia” para nuestros semejantes y que deben reflejarse en todos nuestros actos. Así, Giovanni Della Casa, en El Galateo (Tratado de costumbres), invita al “hombre cortés  y de buenas costumbres” a comer con los “cubiertos de mesa”, norma que hace extensible a cualquiera que se disponga a vivir, no en las soledades, “sino en las ciudades y entre los hombres”, signo inequívoco de que el código de la civilidad traspasa los muros de los palacios, extendiéndose por todos los ámbitos sociales. Hasta Erasmo de Rótterdam, en De la urbanidad en las maneras de los niños, aconseja que no se meta mano en “todas las regiones de la fuente” porque es signo de intemperancia, al igual que desaconseja (porque “no es elegante”) arrojar “fuera de las fauces” los alimentos previamente mascados. Este mismo autor señala en dicha obra la improcedencia de “escamondar la cáscara del huevo con las uñas de los dedos”, menos aún entremetiendo la lengua; con un cuchillo “se hace más decorosamente”. En definitiva, conductas antes consideradas usuales como comer con las manos y limpiarse con el antebrazo (o no limpiarse…) escupir en el suelo y taparlo con el pie, “amenizar” los banquetes  con sonoros eructos y hediondas ventosidades,  recibir a las visitas haciendo las necesidades o dándose lavativas, o disfrutar de los placeres del lecho con estentóreo jadeo y desaforado  griterío, van dando paso al sentimiento del ridículo, así como al  de embarazo y vergüenza,  ligados éstos últimos a la decencia.El proceso civilizatorio conlleva otro, el de la individualización, tanto en la singularización de la conducta como en la gradual separación entre las personas, expresada de forma física y simbólica, en el deleite de los placeres    -otra vez…-   de la mesa. Así, a la moderación y a la proporción que deben observar los comensales, se unen  nuevamente las  recomendaciones de Erasmo, que pide que “no se den molestias ni con  el codo ni con el pie” o la proscripción, por la que aboga  Della Casa,  de beber y comer en vaso y plato ajeno.La separación  se advierte en el control gestual, atributo de cualidades morales; otra vez Erasmo nos indica que “inclinar la cerviz y encoger las clavículas” es signo de desidia, y que “echar para atrás el cuerpo” es asomo de soberbia. Con todo, es en el control de la expresión donde más abiertamente se evidencia esta separación. No es productivo para el hombre civilizado perorar sobre sí,  ni interrumpir al otro, ni fisgonear en libro extraño. Provechoso es, en cambio, servirse de ambages y elocuencias que expresen el tacto y el distanciamiento que va imponiéndose en la relación. Se aconseja no ser arrogante, no aburrir ni ser cargante. El respeto al otro es, invariablemente, lo que justifica tales barreras. Este guardar las distancias no implica congojas ni miedos. Aún no. La “construcción” del imperio de la máscara sigue su curso. Tras el de la civilidad, ahora le corresponde el turno al código de la politesse, o como prefiere llamarle Helena Béjar, de laprudencia política”. Igual que sucedía con el de la civilidad, el código de la prudencia, es una apariencia de virtud  cuyo papel interpreta la nobleza cortesana (ahora palaciega). En “Caracteres”, del crítico La Bruyère, se define a la politesse  como  aquello  que consiste en “hacer parecer al hombre por fuera como debiera ser interiormente”, y en “poner cierto cuidado para que, gracias a nuestras palabras y nuestras maneras, los otros estén contentos con nosotros y consigo mismos”. Sí antes se trataba de defender normas y prohibiciones por la presencia de seres externos, de una coacción que la presencia del prójimo impone  y que obedece al razonamiento social del “respeto a los otros”, desde ahora se sustituye por un procedimiento de observación psicológica. Así, el tacto ya no  alude tanto a la distancia entre los comensales, sino que expresa la creciente rigidez de la norma social, sujeta a la evaluación de la opinión. Estamos en los siglos del barroco; el XVII (particularmente) y el XVIII,  y el escenario donde tiene lugar este juego psicológico es la corte, espacio de la experiencia total, el ámbito del goce y del solaz, pero también el terreno donde se puede medrar.La época barroca significa, sintetizando en extremo, un momento trascendental de cambio social; la transición del feudalismo al capitalismo, lo que supondrá el abandono de un mundo, el Antiguo Régimen y el acceder a otro nuevo, el Moderno. Evidentemente, esta gran  mudanza no estará exenta de grandes tensiones y profundas crisis sociales. Y,  lo que se ha dado en llamar hombre moderno, empieza a ser consciente de que las cosas no van nada bien. Más aún,  comienza a especular con que podrían ir  mucho mejor. Esa conciencia de malestar y de profundo pesimismo antropológico, se refuerza en los períodos  en  los que se manifiestan con mayor virulencia las  disfunciones sociales, conflictividad probablemente producida, en parte, por la presión de la intervención, bajo nuevos patrones de actuación, de esos mismos individuos  con nuevas aspiraciones, ideales, creencias, etc. que, en un nuevo entramado de relaciones económicas,  ejercen sobre el  marco social. Así, pues, y en tal contexto,  son varios los autores que, siguiendo la estela de los manuales renacentistas   -pero, naturalmente, desde la perspectiva barroca-  de  educación de príncipes,  escribieron con la intención de contribuir al buen gobierno. En España, uno de los destacados fue Diego de Saavedra  Fajardo; en sus Empresas políticas, se observa que una de sus mayores preocupaciones es la de que el príncipe, como si de un actor ante sus espectadores se tratase, represente a la perfección su papel, dando a entender, por su indumentaria y sus actos, la trascendencia del ejercicio de su ministerio. Así, recomienda que el príncipe “debe cuidar intensamente su presencia ante el público, debe mostrarse ante él, aunque no con exceso, debe dejarse ver con absoluta prestancia y total dignidad y desde lejos”. Hay ahí una extrema preocupación por el artificio, sobre todo por lo visual; los engaños,  la apariencia y la invención, tan íntimamente unidos a la cultura barroca, bien sea en la arquitectura, como en la plástica, la poesía, novela o teatro, se revelan en todo su vigoroso  efectismo en esta obra,  ejerciendo  eficazmente como principio fundamental en la instrucción ascético-moral que conforma toda la Idea de un príncipe político-cristiano con lo que, al final, las Empresas no son sino un manual de representación para el príncipe en el “gran teatro del mundo” cuyo destinatario es, en esta ocasión, el príncipe Baltasar Carlos. Pero, llega  Gracián y el saber político adquiere una nueva dimensión. Efectivamente, el nuevo significado que parece desprenderse de “lo político” en la obra de Baltasar Gracián admite el poder hablar de “política de cada uno”, identificándose con el saber práctico del hombre,  de tal forma que sus escritos son interpretables como manuales que instruyen en el  “saber vivir”; “arte de vida” que no sólo es “arte de política”. Así, el aragonés Gracián, que escribió numerosas obras     -que no se pueden despachar ni en uno ni en tres artículos  (ni siquiera en un único ensayo…)-    democratiza en el Oráculo manual y arte de la prudencia la moral aristocrática, dejando los preceptos de la alta política al alcance de todo aquél que desee triunfar en la vida social: “Es esencial el método para poder y saber vivir”. Para conducirse en el universo cortesano son necesarias tres reglas; la primera, estudiar el arte de la observación  del prójimo: “Es menester tener estudiados los sujetos como a los libros”. La segunda, inferida de la primera, consiste  en el arte de la manipulación merced al correcto escrutinio de las pasiones ajenas. La tercera, está basada en el control de los  propios afectos, el código de la prudencia insiste en  una conducta racional que modere las pasiones, “portillos del alma”  que pueden desbaratar la adecuada presentación en la estricta regularidad de la corte. La idiosincrasia es inherente a las apariencias, por eso éstas deben estar bajo severo control con el fin de enmascarar aquélla. Se entiende así la importancia social del artificio. Con  el código de la prudencia comprobamos, pues, como la vida pública  va tomando un marcado cariz psicológico, que irá a más con el código del autocontrol        -propio de contextos sociales igualitarios-   iniciado al final de la Ilustración, que recorre el s. XIX y llega hasta nuestro días.

ãJosé  Luís Buron Alegre

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